La Noche del Cola-Cao

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Escuchaba el Concierto para Violín y Orquesta No. 4 de Mozart. ¿Se sentía mejor? Se sentía una mierda. El violín era un contrapunto siniestro al asco interior que le supuraba por la piel. Horas antes había pegado un portazo, había arrancado el coche y había  salido como un huracán sin rumbo fijo. Paró en una cafetería. Pidió un café solo y miró la ventana. Llovía. Joder, no se había dado cuenta de que llovía. Alzó la vista cuando una risa nítida se distinguió entre el pitido de la televisión. Era una niña que jugueteaba con la máquina tragaperras. Sus manitas aporreaban los botones cuadrados y de colorines entre sonidos rechinantes. -Anda, tómate el Cola-Cao, que se te va a enfriar- dijo un hombre joven que se agachó junto a ella, tocándole el moflete rosado. -No quiero. Dame un euro. Que sé que me va a tocar. -Ni hablar. Te tomas el Cola-Cao o nos vamos ahora mismo.-  El hombre se incorporó. Calló unos segundos, como tanteando el terreno.Miró a la mujer que contemplaba la escena como ausente sentada en un taburete en la barra, moviendo cadenciosamente la leche de la niña. -Déjala un minuto. Ahora se le pasa y se lo toma. Total, ha comido muy bien hoy-. Cruzó las piernas y acercó una de sus manos a la media. La estiró un milímetro. O dos. Y tras un segundo de elasticidad acrílica, dejó la media que volvió al tibio contacto de la piel. Miró a  la niña que seguía extasiada con la máquina, y suspiró. Y a continuación con expresión diletante al hombre que se acercaba:»Eres peor que ella» Sus palabras se perdieron.  Al fondo, nuestro protagonista apuraba su café. Sonrió a la pre-nínfula que le devolvió el gesto con un mohín travieso. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un euro. -¿Estás segura que te va a tocar? -“Segurisísima”, que es mucho más que segura. Cuando me toque mis papis te dejarán que te tomes mi Cola-Cao que está “riquisísimo”. – Vale, pues entonces, no tengo nada que perder. Toma la pasta y hazme rico-.La mano de la niña voló y cazó la moneda como un camaleón a un insecto. En un segundo, el metal se perdía por las tripas de aquel engendro sonoro y comenzaba un ritual de espídicos botonazos, manzanas, peras, campanas, signos de dólar y plátanos.  -Queremos los cinco plátanos- balbuceó aquella cleptómana en ciernes-. Si los sacamos seré rica y te tomarás el asqueroso Cola-Cao de mis padres, ¿vale? -Eso está hecho, guapa- dijo.  De repente aquello empezó a crepitar, la máquina entró en trance y de la boca de acero salieron escupidas monedas. Muchas monedas. La niña ayudó lo suyo a que la atmósfera se tranquilizara y decidió que era un momento magnífico para gritar. Sus padres se acercaron. Nuestro hombre miraba la escena como un extranjero en un mercado de pueblo, invisible y extraño. Las monedas eran una lava volcánica que  rebosaba por el depósito metálico y caía al suelo. El camarero se unió al club del grito pelado y dijo que “aquello no era normal”. Por supuesto, sus palabras llegaron con nitidez a Alaska.La pre-nínfula, arrodillada cogía a dos manos el dinero entre espasmos histéricos. Sus padres optaron por arrodillarse también. El camarero, al que nadie había pedido opinión y que no tenía nada que ver con aquello fue a la barra a por una bolsa.  Nuestro hombre, maravillado, con los ojos brillantes, volvió a su asiento. Dejó el dinero de su café en la mesa. Cogió su abrigo negro y sorteando con la habilidad de un Sherpa tibetano los obstáculos de tres personas riendo y reptando sin control entre tintineos, platillos de Coca-Cola, cáscaras de gamba y servilletas usadas, consiguió llegar a la puerta. Le dedicó a la niña una última mirada. Ella le sonrió: “No te has tomado el Cola-Cao, tramposo”.  Llovía más fuerte. Arrancó el coche y los limpiaparabrisas dejaron distinguir el neón reflejado en los charcos. Puso a Mozart de nuevo. Se sintió morir. Llegó a casa. Cogió algo de la guantera y cruzó el jardín. Nada más sacar las llaves de la cerradura y empujar la puerta, allí, a tres metros, estaba ella. Pálida. Llorosa. Balbuceó algo. Nuestro hombre permaneció justo allí, y a pesar de que la intentaba mirar, sus ojos traspasaban su cuerpo, las paredes de aquella casa hipotecada,el barrio residencial de extrarradio, los polvos del sábado por la noche,las barbacoas del domingo, los partidos de fútbol en la tele con los amigotes de oficina, e incluso, aquella mirada, llegó a retroceder en el tiempo en que sus sueños eran otros, y sus opiniones no eran prestadas. Se miraron en silencio: -Hoy he estado a punto de tomarme un Cola-Cao, algo que tú has intentando que haga veinte años, sin éxito- . Seguidamente, sacó la pistola del bolsillo de su abrigo y le disparó tres veces.

 

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