El Eterno Olor de tu Pelo

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“¿Me escribirás un cuento?”. Tus labios se abrieron casi imperceptiblemente, y nada más decirlo una gota de agua cadenciosa se escapó de tu mojado pelo. No abriste los ojos. Supongo que sabrías que estaba mirándote. Eso lo hacías mucho. No prestarme atención cuando dabas por seguro que yo sí lo hacía.
-“¿Me escribirás un cuento, eh?”- y te tocaste la fina cinta del bañador que pasaba por tu hombro.
-“¿Quieres que escriba algo sobre ti?”- dije intentando adoptar una pose afectadamente profesional.
-“Claro, así me recordarás siempre.”  
Acto seguido, te levantaste de la toalla con un brinco, me diste un beso salado que me pareció infinito y me arrastraste al mar.Después de ese verano no volviste al pueblo. Llegó el Otoño, guardamos los bañadores con los que estábamos todo el día y bueno, ya sabes como son estas cosas, nos prometimos cartas todos los días, llamadas cada semana, pero supongo que a la vez que metíamos en el baúl de la abuela la ropa ligera, como un ritual sagrado, así nos pusimos nosotros, dobladitos y rodeados de bolitas de alcanfor hasta que los rayos de Junio –cuando nos encontráramos en el paseo de casualidad, tú con tu acento de capital que se te iría diluyendo día a día, y yo con mi aire de medido despiste y apatía, la pose de indiferencia que ponía tras mucho ensayarla- nos sacaran del letargo de las miradas no dadas, de las risas debidas y los besos aparecieran como por ensalmo en una cala perdida entre silencios y fuegos de medianoche en la arena con cerveza.Pero no viniste. Ni el siguiente verano. Alguien me dijo que tus padres se habían separado y que la casa que teníais aquí se había vendido. De hecho, así fue porque ahora es un banco. Fíjate, incluso ahora, hay veces que cuando voy a sacar dinero del cajero donde estaba tu casa, la cabeza se me va como a miles de kilómetros y cuando me pide la máquina el número pin, yo ya no estoy allí, sino veinte años atrás cuando tu espalda se apoyaba en el hueco donde justamente estoy yo ahora y te prometía llevarte el mar en los bolsillos y quererte para siempre.Un amigo de un amigo en una cena me habló de ti, como una curiosidad o un chismorreo que parecía obligado a compartir por un mal entendido sentido gremial. Contó que unos meses antes coincidió contigo en una verbena de barrio y que le preguntaste por mi, que cómo me iba, si me había casado, si tenía novia o en fin, todas esas cosas que se preguntan cuando el interlocutor es un semi-desconocido con el que tras un minuto de frases manidas, pasa a ser un medio que se utiliza sin remilgos para saber cómo ha tratado la vida a los que no son desconocidos y habitan en la sagrada tierra del pasado edulcorado. “Andabas con alguien”, y “parecías feliz”, me dijo y “te vio muy guapa”Pensé en llamarte. En escribirte. Pero el hecho de que el silencio mortal se hubiera apoderado de nosotros, de que ya no nos reconociéramos, me echó para atrás. Preferí no hacerlo, como el Bartleby de Melville, y como siempre  opté por dejar que el tiempo hiciera su trabajo perfecto y salieras definitivamente de mi vida. Hoy he ido como todos los días a sellar el boleto de los sábados, uno de esos que mi hijo y yo rellenamos con los números que según él son los de la “suerte-suerte”.Ya sabes: fechas de cumpleaños, santos, número de la camiseta de su jugador preferido… Iba con él porque quería comprarse unas zapatillas “chulísimas” después. Al salir me he encontrado de bruces contigo. Tras veinte años, nos hemos reconocido inmediatamente. Me has sonreído como sonreías cuando querías derretirme. Tu “hola, que tal estás” se transformó en un rayo láser, desintegrador y letal, y con cada palabra que pronunciabas me trasladabas al olor de tu pelo en aquellos días, porque sigues conservando el mismo olor, el tuyo, con el que pones tu marca en el mapa del tiempo. Tras unos minutos miraste a mi hijo. Le tocaste la cabeza y le diste un beso. Después, me miraste como si tuvieras que decirme algo importante, como si el tango de Gardel fuese verdad. Lo noté en el brillo de esos ojos que conocí y que conservas. Los ojos de las grandes ocasiones, los que delataban cuando querías transferir magia insondable. Abriste los labios y quisieron decir algo. Yo los acompañé con los míos que también se abrieron, como para ayudarte, sincronizados para terminar la frase que esperaba que cambiara toda mi vida y la tuya. Y al fin, como viniendo de un mundo lejano, en voz baja y como parando la rotación de la Tierra, dijiste: “¿Me escribiste el cuento”?

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