Conocerse es el relámpago

marzo 7, 2007

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                                    Yo no necesito tiempo
                                    para saber cómo eres:
                                    conocerse es el relámpago.
                                   ¿Quién te va a ti a conocer
                                    en lo que callas, o en esas
                                    palabras con que lo callas?
                                    El que te busque en la vida
                                    que estás viviendo, no sabe
                                    mas que alusiones de ti,
                                    pretextos donde te escondes.
                                    Ir siguiéndote hacia atrás
                                    en lo que tú has hecho, antes,
                                    sumar acción con sonrisa,
                                    años con nombres, será
                                    ir perdiéndote. Yo no.
                                    Te conocí en la tormenta.
                                    Te conocí, repentina,
                                    en ese desgarramiento
                                    brutal de tiniebla y luz,
                                    donde se revela el fondo
                                    que escapa al día y la noche.
                                    Te vi, me has visto, y ahora,
                                    desnuda ya del equívoco,
                                    de la historia, del pasado,
                                    tú, amazona en la centella,
                                    palpitante de recién
                                    llegada sin esperarte,
                                    eres tan antigua mía,
                                    te conozco tan de tiempo,
                                    que en tu amor cierro los ojos,
                                    y camino sin errar,
                                    a ciegas, sin pedir nada
                                    a esa luz lenta y segura
                                    con que se conocen letras
                                    y formas y se echan cuentas
                                    y se cree que se ve
                                    quién eres tú, mi invisible.

                                         Pedro Salinas

 

¿Estoy perdido?

noviembre 2, 2006

 Tokyo subway Ando perdido por el mundo, mato brújulas si no estás, miro los carteles del metro de Tokyo como un alien perplejo que no entiende cual de todos esos signos incomprensibles me llevará a ti, ahora que huyo de este laberinto, confiado en que el hilo que me prestaste termine en tus ojos desaparecidos.

Los Hijos de Zeus

octubre 30, 2006

Nine Lives 

Cuando Diana entró en el supermercado a hacer la compra como tantas otras veces jamás pensó que se encontraría tras quince años a su antiguo amor en el pasillo. Estaba embarazada, embarazadísima, vestida con ropa informal y con la peor pinta del mundo para ver a un tipo que le rompió el corazón en mil pedazos. Se saludaron y comenzaron a hablar de forma entrecortada y nerviosa. El miró su abultado vientre y le dijo «vaya, estás embarazada». Ella sonrió y le preguntó si tenía hijos, una forma de buscar una conversación sin complicaciones, a lo que él respondió que no, «soy estéril». Silencio roto por la risa inopinada de Diana. Supongo que la situación era de una tensión contenida y estalla ahí, entre la estantería de verduras y las frutas.

Es sin duda, la mejor de todas las historias de «Nueve Vidas», un puzzle de silencios retenidos que nos habla de sentimientos reconocibles, el desgarro, la entrega, la culpa, el camino que se pierde cuando tomamos una decisión y no otra, la soledad como catarsis última y foso de la ciudadela infranqueable de nuestro corazón.

Rodrigo García, que ya emocionó a mucha gente con «Cosas que diría con sólo mirarla» continúa en “Nueve Vidas” con el sugerente apunte minimalista de su cine, un cine personalísimo, que huye de las grandes ideas y esquiva los argumentos truculentos tan manidos hoy en día, para trazar una secuencia de fotos fijas de gente corriente con sus miserias, sus anhelos y sus esperanzas.

La cercanía de lo que el espectador ve -el encuentro casual con alguien que fue todo para ti hace mucho- y que representa un pasado que ya creías disuelto y vacío pero que ahora adquiere grado de inmediatez lacerante y descolocador, en un pasillo de un «mall» suburbano, te atrapa por la naturalidad de los gestos, por la identificación de los diálogos de las dos personas que compartieron besos en camas ya olvidadas; ahora, cuando se miran como zahoríes escrutadores de la abisal distancia, no pueden evitar estar mirando todo lo que pudieron ser y ya nunca sabrán. Tras quince años, cada uno reconoce en la pupila del otro la mutación de aquello que tuvieron en Dubrovnic cuando pensaban que su amor era inmortal y estaban seguros de que Zeus los había acariciado misteriosamente, nombrándolos sus indestructibles hijos en la Tierra.

octubre 15, 2006

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El Eterno Olor de tu Pelo

octubre 8, 2006

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“¿Me escribirás un cuento?”. Tus labios se abrieron casi imperceptiblemente, y nada más decirlo una gota de agua cadenciosa se escapó de tu mojado pelo. No abriste los ojos. Supongo que sabrías que estaba mirándote. Eso lo hacías mucho. No prestarme atención cuando dabas por seguro que yo sí lo hacía.
-“¿Me escribirás un cuento, eh?”- y te tocaste la fina cinta del bañador que pasaba por tu hombro.
-“¿Quieres que escriba algo sobre ti?”- dije intentando adoptar una pose afectadamente profesional.
-“Claro, así me recordarás siempre.”  
Acto seguido, te levantaste de la toalla con un brinco, me diste un beso salado que me pareció infinito y me arrastraste al mar.Después de ese verano no volviste al pueblo. Llegó el Otoño, guardamos los bañadores con los que estábamos todo el día y bueno, ya sabes como son estas cosas, nos prometimos cartas todos los días, llamadas cada semana, pero supongo que a la vez que metíamos en el baúl de la abuela la ropa ligera, como un ritual sagrado, así nos pusimos nosotros, dobladitos y rodeados de bolitas de alcanfor hasta que los rayos de Junio –cuando nos encontráramos en el paseo de casualidad, tú con tu acento de capital que se te iría diluyendo día a día, y yo con mi aire de medido despiste y apatía, la pose de indiferencia que ponía tras mucho ensayarla- nos sacaran del letargo de las miradas no dadas, de las risas debidas y los besos aparecieran como por ensalmo en una cala perdida entre silencios y fuegos de medianoche en la arena con cerveza.Pero no viniste. Ni el siguiente verano. Alguien me dijo que tus padres se habían separado y que la casa que teníais aquí se había vendido. De hecho, así fue porque ahora es un banco. Fíjate, incluso ahora, hay veces que cuando voy a sacar dinero del cajero donde estaba tu casa, la cabeza se me va como a miles de kilómetros y cuando me pide la máquina el número pin, yo ya no estoy allí, sino veinte años atrás cuando tu espalda se apoyaba en el hueco donde justamente estoy yo ahora y te prometía llevarte el mar en los bolsillos y quererte para siempre.Un amigo de un amigo en una cena me habló de ti, como una curiosidad o un chismorreo que parecía obligado a compartir por un mal entendido sentido gremial. Contó que unos meses antes coincidió contigo en una verbena de barrio y que le preguntaste por mi, que cómo me iba, si me había casado, si tenía novia o en fin, todas esas cosas que se preguntan cuando el interlocutor es un semi-desconocido con el que tras un minuto de frases manidas, pasa a ser un medio que se utiliza sin remilgos para saber cómo ha tratado la vida a los que no son desconocidos y habitan en la sagrada tierra del pasado edulcorado. “Andabas con alguien”, y “parecías feliz”, me dijo y “te vio muy guapa”Pensé en llamarte. En escribirte. Pero el hecho de que el silencio mortal se hubiera apoderado de nosotros, de que ya no nos reconociéramos, me echó para atrás. Preferí no hacerlo, como el Bartleby de Melville, y como siempre  opté por dejar que el tiempo hiciera su trabajo perfecto y salieras definitivamente de mi vida. Hoy he ido como todos los días a sellar el boleto de los sábados, uno de esos que mi hijo y yo rellenamos con los números que según él son los de la “suerte-suerte”.Ya sabes: fechas de cumpleaños, santos, número de la camiseta de su jugador preferido… Iba con él porque quería comprarse unas zapatillas “chulísimas” después. Al salir me he encontrado de bruces contigo. Tras veinte años, nos hemos reconocido inmediatamente. Me has sonreído como sonreías cuando querías derretirme. Tu “hola, que tal estás” se transformó en un rayo láser, desintegrador y letal, y con cada palabra que pronunciabas me trasladabas al olor de tu pelo en aquellos días, porque sigues conservando el mismo olor, el tuyo, con el que pones tu marca en el mapa del tiempo. Tras unos minutos miraste a mi hijo. Le tocaste la cabeza y le diste un beso. Después, me miraste como si tuvieras que decirme algo importante, como si el tango de Gardel fuese verdad. Lo noté en el brillo de esos ojos que conocí y que conservas. Los ojos de las grandes ocasiones, los que delataban cuando querías transferir magia insondable. Abriste los labios y quisieron decir algo. Yo los acompañé con los míos que también se abrieron, como para ayudarte, sincronizados para terminar la frase que esperaba que cambiara toda mi vida y la tuya. Y al fin, como viniendo de un mundo lejano, en voz baja y como parando la rotación de la Tierra, dijiste: “¿Me escribiste el cuento”?

La Noche del Cola-Cao

octubre 6, 2006

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Escuchaba el Concierto para Violín y Orquesta No. 4 de Mozart. ¿Se sentía mejor? Se sentía una mierda. El violín era un contrapunto siniestro al asco interior que le supuraba por la piel. Horas antes había pegado un portazo, había arrancado el coche y había  salido como un huracán sin rumbo fijo. Paró en una cafetería. Pidió un café solo y miró la ventana. Llovía. Joder, no se había dado cuenta de que llovía. Alzó la vista cuando una risa nítida se distinguió entre el pitido de la televisión. Era una niña que jugueteaba con la máquina tragaperras. Sus manitas aporreaban los botones cuadrados y de colorines entre sonidos rechinantes. -Anda, tómate el Cola-Cao, que se te va a enfriar- dijo un hombre joven que se agachó junto a ella, tocándole el moflete rosado. -No quiero. Dame un euro. Que sé que me va a tocar. -Ni hablar. Te tomas el Cola-Cao o nos vamos ahora mismo.-  El hombre se incorporó. Calló unos segundos, como tanteando el terreno.Miró a la mujer que contemplaba la escena como ausente sentada en un taburete en la barra, moviendo cadenciosamente la leche de la niña. -Déjala un minuto. Ahora se le pasa y se lo toma. Total, ha comido muy bien hoy-. Cruzó las piernas y acercó una de sus manos a la media. La estiró un milímetro. O dos. Y tras un segundo de elasticidad acrílica, dejó la media que volvió al tibio contacto de la piel. Miró a  la niña que seguía extasiada con la máquina, y suspiró. Y a continuación con expresión diletante al hombre que se acercaba:»Eres peor que ella» Sus palabras se perdieron.  Al fondo, nuestro protagonista apuraba su café. Sonrió a la pre-nínfula que le devolvió el gesto con un mohín travieso. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un euro. -¿Estás segura que te va a tocar? -“Segurisísima”, que es mucho más que segura. Cuando me toque mis papis te dejarán que te tomes mi Cola-Cao que está “riquisísimo”. – Vale, pues entonces, no tengo nada que perder. Toma la pasta y hazme rico-.La mano de la niña voló y cazó la moneda como un camaleón a un insecto. En un segundo, el metal se perdía por las tripas de aquel engendro sonoro y comenzaba un ritual de espídicos botonazos, manzanas, peras, campanas, signos de dólar y plátanos.  -Queremos los cinco plátanos- balbuceó aquella cleptómana en ciernes-. Si los sacamos seré rica y te tomarás el asqueroso Cola-Cao de mis padres, ¿vale? -Eso está hecho, guapa- dijo.  De repente aquello empezó a crepitar, la máquina entró en trance y de la boca de acero salieron escupidas monedas. Muchas monedas. La niña ayudó lo suyo a que la atmósfera se tranquilizara y decidió que era un momento magnífico para gritar. Sus padres se acercaron. Nuestro hombre miraba la escena como un extranjero en un mercado de pueblo, invisible y extraño. Las monedas eran una lava volcánica que  rebosaba por el depósito metálico y caía al suelo. El camarero se unió al club del grito pelado y dijo que “aquello no era normal”. Por supuesto, sus palabras llegaron con nitidez a Alaska.La pre-nínfula, arrodillada cogía a dos manos el dinero entre espasmos histéricos. Sus padres optaron por arrodillarse también. El camarero, al que nadie había pedido opinión y que no tenía nada que ver con aquello fue a la barra a por una bolsa.  Nuestro hombre, maravillado, con los ojos brillantes, volvió a su asiento. Dejó el dinero de su café en la mesa. Cogió su abrigo negro y sorteando con la habilidad de un Sherpa tibetano los obstáculos de tres personas riendo y reptando sin control entre tintineos, platillos de Coca-Cola, cáscaras de gamba y servilletas usadas, consiguió llegar a la puerta. Le dedicó a la niña una última mirada. Ella le sonrió: “No te has tomado el Cola-Cao, tramposo”.  Llovía más fuerte. Arrancó el coche y los limpiaparabrisas dejaron distinguir el neón reflejado en los charcos. Puso a Mozart de nuevo. Se sintió morir. Llegó a casa. Cogió algo de la guantera y cruzó el jardín. Nada más sacar las llaves de la cerradura y empujar la puerta, allí, a tres metros, estaba ella. Pálida. Llorosa. Balbuceó algo. Nuestro hombre permaneció justo allí, y a pesar de que la intentaba mirar, sus ojos traspasaban su cuerpo, las paredes de aquella casa hipotecada,el barrio residencial de extrarradio, los polvos del sábado por la noche,las barbacoas del domingo, los partidos de fútbol en la tele con los amigotes de oficina, e incluso, aquella mirada, llegó a retroceder en el tiempo en que sus sueños eran otros, y sus opiniones no eran prestadas. Se miraron en silencio: -Hoy he estado a punto de tomarme un Cola-Cao, algo que tú has intentando que haga veinte años, sin éxito- . Seguidamente, sacó la pistola del bolsillo de su abrigo y le disparó tres veces.